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Desde Villa
Cerro Castillo hasta Puerto Río Tranquilo la carretera serpentea
paralela al Río Ibáñez. El primer tramo es pasmosamente cuesta
arriba. El pavimento ha desaparecido y las rachas de viento en contra
alcanzan los cien kilómetros por hora en algunos sectores. Debieron
ensanchar la vía hace pocas semanas porque la tierra está suelta y
las ruedas de mi bicicleta se entierran en la arena y resbalan en las
piedras.
Pedalear esto
es exasperante. Una hora después, a penas hemos dejado atrás el
humilde caserío y seguimos en la Garganta del Río Ibáñez,
moviéndonos a paso de tortuga sobre el gran caudal del río que
desemboca en el extremo noreste del Lago General Carrera. Tengo ganas
de gritar. Desmonto a Susan Sarandon varias veces para empujarla por
las ancas sobre la irritante vía. Pierdo los nervios y la dejo caer.
Entre lágrimas grito de cansancio y angustia. Qué difícil es todo
cuando queda poco para el final.
Marika se aproxima por detrás
observándome con su rostro inexpresivo y frío. Adivino que también
está muy enfadada con ella misma y con el mundo entero, como yo.
Probablemente también está desconcertada conmigo porque he perdido
la paciencia y el control de mis emociones.
Me acuclillo
junto a Susan, en medio de la carretera que atraviesa la garganta
labrada por los deshielos del cordón Hudson, y lloro gritando, grito
llorando, pataleo llorando, pataleo gritando -Dios, ¿por qué yo?,
¿Por qué me haces esto? ¿Por qué ahora? Sólo quiero llegar a la
meta cuanto antes para descansar. Mi cuerpo y mi mente ya no pueden
más, precisan un descanso, respirar en paz, dormir profundamente,
comer adecuadamente, levantarse por la mañana y no tener que ir a
ninguna parte, no tener que hacer nada, no pensar en nada, despuntar
el día y mirar al cielo atisbando la aurora , mirar el sol brillar a
mediodía, y contemplar el brillo de las estrellas en las aguas del
lago al anochecer.
Sin embargo
abandonar ahora no es una opción. Después de todo lo que he pasado,
dejar atrás mi sueño sin completar mi meta de alcanzar Ushuaia
significaría abandonar casi al final, perder la mayor conquista del
ser humano, la de sí mismo. Superar nuestros límites y enfrentarnos
a nuestros miedos es los único que nos hace crecer en esta vida como
seres humanos.
Marika me
abraza con clemencia. Me repongo del revés emocional y continuo
empujando a Susan cuesta arriba, atravesando el aire endurecido y
agrio.
El viento, a
veces huracanado, sopla del oeste, y pedaleamos en esa dirección
durante 60 fatigosos kilómetros, a partir de los cuales la derrota
de la vía varía hacia el sur. El viento es helado y algunas horas
después trae gotitas de agua que me empapan el alma. Veo algunos
ciclistas pasar en dirección opuesta y saludar con la inocencia del
que asiste a su primera aventura y el júbilo del que consigue
desertar ocasionalmente del sistema capitalista y de los
condicionamientos sociales y culturales.
La carretera
mejora y la grava se aprieta, señal de que a esta parte del camino
no han llegado aún las obras de pavimentación de la Carretera
Austral. Las obras han dejado el ripio suelto en los primeros tramos
que serán asfaltados y, pedalear por ellos, por mucho que hayan
ensanchado la vía, es como rodar por una playa de callao.
Ahora el
suelo se compacta para hacernos la vida más fácil y ya puedo dejar
de mirar obsesivamente la superficie contigua a la rueda delantera
para prevenir los resbalones. Ahora contemplo la grandeza del
ecosistema sin miedo a tropezar y partirme la crisma de una vez, en
las fauces de la meta.
Al día
siguiente la Carretera Austral se desvía hacia el sur y bordea el
Río Murta. Hemos dormido orillas del Río Ibáñez, después de
presenciar uno de los ocasos más sobrecogedores de todo el viaje. El
sol tiñe de cobre el mundo para desaparecer lentamente en una larga
ceremonia de despedida detrás de las cumbres nevadas. Con aires de
emperador Carlos V, despidiéndose de sus súbditos, después de
abdicar en su hijo Felipe II y emprender un viaje hacia su retiro.
Despedimos por todo lo alto a su majestad con un potaje de lentejas,
queso y vino tinto de cartón que hemos comprado en Villa Cerro
Castillo.
El domingo 5
de marzo llueve por la mañana. Hemos acampado a orillas del Murta,
donde el río casi desaparece dejando un rastro de piedras en el
camino, en una pequeña península con un bosque que nos protege del
aguacero matinal. El caudal es de un color turquesa tan intenso que, si no fuera un río rodeado de verdes bosques, se diría que estábamos
a orillas del Mar de Cortez, en Baja California Sur, México.
Seguimos la
carretera hacia el sur para presenciar la muerte del río en Bahía
Murta, uno de los brazos del colosal Lago General Carrera, compartido
con el país vecino. Argentina marca su dominio sobre él
asignándole otro nombre, Lago Buenos Aires, por si cabe alguna duda
de su propiedad sobre la parte que le toca. Se me hace raro
contemplar el mismo lago con dos nombres diferentes, según
desde donde se mire.
Llegar al
Lago General Carrera, de origen glacial y rodeado de la Cordillera de
Los Andes, es como dejar atrás la monotonía de los grises para
ingresar en el edén. Gracias a su soleado microclima. las nubes
desaparecen como por arte de magia y el sol aplica su filtro de
colores saturados en el paisaje lacustre. La carretera que bordea el
lago más grande de Chile es angosta y las cuestas muy pronunciadas,
pero la indiscutible belleza del lugar, ayudada por un clima
favorable, convierten el resto de la jornada hasta Puerto Río
Tranquilo en uno de los mejores tramos de la Carretera Austral.