jueves, 1 de junio de 2017

La Reserva Nacional Cerro Castillo.



El reloj da las nueve. El jueves 2 de marzo iniciamos un fatigoso ascenso de 20 kilómetros desde la Laguna Chiguay. La llovizna empapa la carretera asfaltada y las nubes resbalan por las faldas de las montañas, consolidando la escena en su extraña realidad.

Los guantes de lana calan y, como no tengo otros, me pongo guantes de látex domésticos amarillo pollito.

Paramos junto a la carretera, El rio de aguas diáfanas serpentea a un costado de la vía abriéndose paso con vehemencia entre gargantas y desfiladeros. Marika observa la escena mientras pela un plátano, perdida en sus laberintos. La observo en secreto. Últimamente nos hemos llevado como el perro y el gato, pero me doy cuenta de que estoy atada a ella por vínculos más seguros que los de la sangre.

De pronto ya no hay más montañas que escalar y la carretera comienza un ligero descenso que se torna desenfrenado, mientras el paisaje se desgaja de sus bosques habitados supuestamente por huemules, que nunca alcanzamos a ver, y ya no queda sino pampa y vacío.



Desde un mirador, contemplamos el valle que anuncia el final de la Cordillera Castillo y la proximidad del Lago General Carrera. La tierra se hunde y la carretera muere en el río Ibáñez, atravesando discretamente Villa Cerro Castillo.



En el mirador conocemos a una risueña pareja de cicloturistas. Ambos vienen desde Canadá para disfrutar un par de semanas de estos confines de la Tierra. Él es chileno como el mote con huesillos y ella canadiense como el sirope de arce, y se han fundido como el queso mezcla semicurado para pedalear juntos y revueltos en una de las zonas más remotas, exhuberantes, salvajes e indómitas del Planeta.



El descenso a Villa Cerro Castillo es interminable, algo que agradecemos después de tantas subidas. El sol brilla y el aire frío congela mi sonrisa y entumece mis dedos, dificultando mi control sobre los frenos V-Brake. El cuerpo se me vuelve duro y seco y aguardo inerme sobre el sillín, como un alambre, el aterrizaje en el fondo del valle.



Ya en la Villa, entramos en una tienda con la excusa de comprar algo para cocinar pero con la oculta intención de abrigarnos del frío. Cuando hemos recuperado el movimiento y volvemos a sentir nuestras extremidades, buscamos un camping donde pasar la noche. La oferta alojativa, una vez más, es escasa, carísima y el aseo brilla por su ausencia, algo a lo que ya nos vamos acostumbrando. 

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