domingo, 20 de noviembre de 2016

Entre Salares y Desiertos Conmigo Misma

6-8 Noviembre. El "bunker".

Duermo largo y tendido en aquella casa del siglo XIX. Desayuno tostadas con mantequilla y queso gouda que he conseguido en la única tienda del pueblo. Hace tiempo que no veo queso Gouda! Es imposible conseguirlo en Bolivia fuera de las grandes ciudades. Marika y yo hablábamos todas las mañanas de cómo nos gustarían unos sandwiches de queso fundido con jamón... Ooohhh.. calentitos... con el queso derramándose por la comisura de nuestros labios... 


Ahora en Chile podré comer de todo otra vez. No te das cuenta de lo importante que es disfrutar de la comida hasta que no puedes conseguir prácticamente nada como en el Altiplano boliviano, especialmente en el Salar de Uyuni. Una dieta variada y rica es vital para soportar el sufrimiento físico de un reto deportivo de este calibre. La comida es, a veces, el único placer del día.


Saludo a Ismael desde el quicio de la puerta de su oficina. Es un hombre muy trabajador y desde primeras horas de la mañana ya lo siento en la habitación de al lado enredado en sus papeles. Me despido agradecida de todos y salgo de la estación caminando con mi Susan. Me detengo frente al pequeño y muy cuidado edificio del Gobierno Municipal, cuya estética contrasta seriamente con el aspecto desvencijado y polvoriento del pueblo. Me conecto a la red wifi libre del pueblo casi sin creerlo. Llevo semanas sin encontrar wifi en Bolivia, ni siquiera pagándolo, y cuando llego a Chile me lo regalan. Ja!

Una pickup Ford sale de la nada y aparca junto a mí. Como en una película de Miami Vice, del interior del vehículo sale el auténtico Sony Crockett, un agente de policía con impecable uniforme. Me saluda y me pregunta si voy sola. No se lo termina de creer.

_ "Tenga cuidado con las mulas"_ espeta.
 _¿A qué se refiere?_ 
_"Las mulas son personas que trafican droga. Traspasan la frontera a pie desde Bolivia y caminan por el desierto" - explica el agente Crockett. 


Comienzo a pedalear tardísimo. Una auténtica irresponsabilidad por mi parte, porque en esta zona de Chile el calor es aplastante a partir de las once y media, aunque las temperaturas por la noche sean negativas. Además, el viento del Altiplano suele comenzar a soplar con fuerza a partir de las 12.00 pm.


A mediodía el viento es tan fuerte que apenas puedo avanzar cuesta arriba. Tengo que bajarme de la bicicleta varias veces para empujarla. Durante los primeros 20 Km las subidas y bajadas bajo el fuerte sol protagonizan la jornada. Después vienen 6 km de carretera de tierra en obras en algunos tramos y la última gran cuesta del día sobre el Salar Carcote. Me paro en lo alto del cerro para fotografiar las lagunas que descansan sobre el manto blanco del sobrecogedor paisaje de sal. Oigo el rugido del tren cuya vía atraviesa como un sable el desierto de sal.


Comienzo un vertiginoso descenso cuando corono la montaña. Tengo que frenar porque el viento de frente me desestabiliza. Una auténtica pena no poder aprovechar el impulso del descenso para adelantar unos cuantos kilómetros hoy. Dejo atrás el Salar Carcote para contemplar ahora la belleza del de Ascotán, uno de los más grandes de la zona, compartido con Bolivia. Paso el resto del día intentando avanzar con el viento en contra por la carretera que lo bordea. El paisaje es hermoso, pero el viento es cada vez más fuerte y más frío. Como la radiación solar es altísima, no noto demasiado el azote helado y no me abrigo bien, lo cual me debilita más físicamente y me predispone para una ligera bronquitis los siguientes días. 


Cerca del ocaso, quiero parar y acampar ya, pero no hay un maldito sitio donde guarecerse del viento. Cada vez más a menudo tengo que bajarme de la bici para empujarla porque el viento me impide pedalear. Estoy cansada, hambrienta y echo de menos a mi ex compañera de viajes, Marika Latsone. Dios, tengo que encontrar un sitio ya porque no puedo más. 


Cuando el sol hace ademán de despedirse, veo un trozo de tierra que se adentra en el salar y termina en un pequeño cerro. Probablemente encuentre un buen sotavento en esa especie de isla sobre el agua y la sal. Salgo de la carretera a toda prisa con el viento huracanado y helado azotando mi espalda como cuchillas afiladas y no tardo ni tres segundos en llegar a mi destino empujada por Eolo.


Efectivamente, encuentro el mejor enclave del mundo para acampar. un pequeño cerro rodeado de enormes piedras, probablemente colocadas por el ser humano en alguna época pasada, y escondido de la carretera. Perfecto para una pringada como yo! Gracias Dios por salvarme hoy sí y mañana también...

Por la noche me despierto asustada. Oigo el viento golpear el exterior de mi refugio natural. Hace muchísimo frío y las paredes de la tienda de campaña están congeladas. Gracias a Dios que tengo un buen saco de dormir, sino me encontraban aquí hecha un cubito de hielo, si es que alguien viene alguna vez por aquí. 

Espero que nadie me haya visto desde la carretera porque, a buen seguro,  aquí sería la blanca perfecta, me arrinconarían como a una rata fácilmente sin oportunidad de escapar. Estos son los típicos pensamientos paranoicos de la primera noche durmiendo sola. Les aseguro que después desaparecen. La primera noche siempre es la peor. Pero como en todo en esta vida, una vez que te acostumbras a acampar sola ya no te despiertan ni los cañonazos de la Batalla de Trafalgar.

8-10 Noviembre. ¡Agua!

Me despierto en mi saco de dormir North Face modelo Cat´s Meow tan calentita que no lo puedo entender. ¿Cómo es posible que la tienda de campaña sea una especie de iglú y yo esté aquí como si nada? Me pregunto cómo diantres harán estos sacos de dormir para que no te enteres de que el Polo Norte existe fuera. Me alegro mucho de haber invertido una fortuna en este saco de dormir para tres estaciones y temperaturas en el rango 20° - '7° centígrados cuando llegué a Los Ángeles, California, hace una año y medio. 

Mientras amanece dibujo figuras rascando las paredes heladas de la tienda de campaña. El sol me saluda por el este sobre una decena de volcanes que flanquean el salar. Las primeras vicuñas aparecen frente a mi "búnker", rumiando con parsimonia la hierba helada que misteriosamente crece entre la sal, ajenas al frío vespertino. Los flamencos más madrugadores sobrevuelan la decena de lagunas que contiene aquel paisaje de agua y sal repleto de misteriosos ecos. Algunos beben de sus aguas... ¿Beben agua? Que yo sepa las aves beben agua dulce... ¡Eso quiere decir que aquí hay agua potable!



¿Y qué significa este reciente hallazgo que acabo de hacer? Significa que puedo permitirme pasar más tiempo aquí solita disfrutando de este pequeño paraíso salvaje y natural que el Universo me ha regalado para que me olvide de mis penas... Sólo tengo que hervir el agua que obtenga de las lagunas y... tachán! Vacaciones gratis...


Abro la puerta de la tienda de la tienda de campaña con dificultad, porque las cremalleras se traban con la altura y el frío, y porque mi tienda de campaña tampoco es para tirar cohetes, ya que es la más barata que encontré en un supermercado de Perú y una de las más económicas de Colleman´s. Yo le digo la Toy Story, porque parece una tienda de campaña infantil para juegos. 



Me inclino sobre la cocina que he construido el día anterior a pocos centímetros de la entrada de la tienda de campaña. He hecho un hoyo poco profundo de medio metro de diámetro y lo he rodeado de un pequeño muro piedras para proteger la llama de la cocina multicombustible del viento. Con las manos ya heladas, bombeo gasolina desde la pequeña bomba enroscada en la botella de seguridad de un litro de combustible para crear el gas, conducido por un manguito trenzado de acero inoxidable a la cocina. 

Observo que la cocina pierde combustible donde el manguito se une a ella y, como consecuencia, la llama prende también en este lugar, pero no le doy importancia o estoy demasiado cansada para darme cuenta de la trascendencia del suceso. Consigo calentarme un café y vuelvo a encerrarme en mi tienda Toy Story para protegerme del frío y seguir observando el amanecer a través de la mosquitera. 



Espero a que el sol caliente el campamento petrificado en el "hielo antártico". Contemplo el humeante Volcán de Ollagüe. Su pequeña columna de humo asciende adoptando caprichosas formas hasta que se difumina en el cielo. Ojalá estuviera aquí Marika para presenciar este imponente espectáculo. Qué duro es volver a caminar por la vida sola después de más de un año, y, sobre todo, qué duro es no poder compartir el paraíso con nadie...

Me hubiera gustado compartir este cafecito mañanero con mi compi de viajes, observar este bucólico lugar alrededor de un fuego, intentando hacer reír a Marika por la mañana, algo que se me antoja lo más gracioso del mundo porque Marika por la mañana es antisocial y habla muy poco hasta las 9.00 o 10.00 Am, hora oficial del despertar de Marika y de socialización con el mundo exterior. 

Yo, por el contrario, soy una cotorra kramer desde tempranas horas y no me callo ni debajo del agua. Así que por unas horas soy prácticamente la única que habla en el equipo para desgracia de los que recién han amanecido. Recuerdo con melancolía los silencios mañaneros de la letona contemplando alguno de los cientos de amaneceres que hemos visto juntas desde México. Un escalofrío de angustia me recorre el cuerpo mientras dibujo zentangles en una hoja de papel (trazo de patrones que fomentan la calma y meditación). 



Camino hacia una de las lagunas más grandes. La laguna parecía más cerca, demonios. Las ilusiones ópticas son una constante en los salares. Tomo una muestra de agua y hago algunas fotos a los flamencos. Con el amanecer, el aire se torna dorado y el sol tiñe de cobre las pupilas con la luz rebotada en la sal. Regreso a mi búnker y enciendo de nuevo la cocina. Oigo un "plof" y la cocina se incendia junto con el manguito flexible de acero inoxidable. Observo la escena con la boca abierta. Ahora el manguito comienza a perder gasolina por varios puntos y el incendio a las puertas de la tienda crece. Rápidamente destapo los botes de agua de la bicicleta e intento apagar el fuego sin éxito. Entonces arrastro la tierra que saqué del hoyo ayer y la echo por encima hasta que detengo el incendio. El manguito queda inservible. Se acabaron las vacaciones. 

Pero no me doy por vencida, no pienso abandonar este paraíso por la puta cocina... Aunque cuando se trata de aguas estancadas el tratamiento con yodina del agua no es cien por cien seguro, analizo la situación. El agua que he recogido hace un momento estaba deshielándose, es agua que durante la noche todos los días se congela. Aunque la temperatura de congelación no es suficiente para matar las bacterias, el agua, a pesar de ser potable, contiene una alta salinidad y yodo al provenir del salar. El yodo es un antibacteriano y desinfectante y mata las bacterias, los virus y otros microorganismos que transitan por el agua. Aunque no es cien efectivo y conviene filtrar el agua antes, trataré de aumentar la dosis de manera manual para reducir el riesgo de contaminación, ya de por sí bajo debido a la situación de aislamiento del enclave, lejos del ser humano y de la minería, la congelación por la noche y la salinidad del líquido elemento. Problema del agua solucionado. Ahora tengo que enfrentarme al problema de la comida. ¿Cómo voy a cocinar ahora sin cocina? 



A las 9.00 Am el sol calienta tanto que tengo que improvisar una fresquera entre unas rocas haciendo un toldo con la toalla de gamuza que ato con hilo elástico a las piedras. Allí ubico la comida y los aparatos electrónicos y dejo un hueco para mi cuerpo. Desde la garita improvisada puedo vigilar el campamento de prácticamente todo lo que ocurre en el salar como si fuera una estación de observación de aves silvestres. Paso la mañana intentando arreglar la cocina sin éxito. A mediodía el calor es asfixiante y me doy por vencida. Sólo me queda un puré de papas, chocolates y pasta. Si al menos pudiera calentar un poco de agua para hacerme un puré de papas tendría una comida decente hoy. No pienso darme por vencida tampoco en este punto... Como dice mi padre, "esta misa aún no está dicha".

A las dos de la tarde el viento ya es de nuevo insoportable. Aun así, el calor aprieta y decido ir a darme un baño a una de las lagunas de agua salada, recordando las terapéuticas sesiones de talasoterapia que me daba en ocasiones en algunos de los múltiples centros de tratamiento con el método terapéutico del agua salada que se reparten en la isla de Gran Canaria, España, que me vio nacer.  La diferencia aquí es que el agua está helada y el viento, de fuerza cinco o seis,  te congela hasta las pestañas. No obstante, disfruto unos minutos del del agua en mi cuerpo por fin después de dos días. Pero la broma me bajaría aún más las defensas y por la noche sentiría la garganta inflamada. 


Dedico el resto del día a explorar el salar y sus lagunas, llenar la bolsa para agua compacta con correas de fijación Ortlieb, de tejido impermeable y resistente a la rotura, para tratarla posteriormente, y acumular unas cuantas estacas de madera que he descubierto semi hundidas en el agua, probablemente colocadas por los biólogos para los flamencos. Lo siento flamencos, por motivos de supervivencia los dejaré sin apoyos acuáticos...



Pongo las pequeñas estacas al sol durante unas horas con la esperanza de que sequen y a última hora de la tarde intento hacer un fuego junto al campamento. Para ello, cavo un hoyo mayor y construyo un muro de piedras más alto que el de la cocina. Como aún tengo gasolina en la botella, derramo el combustible sobre la improvisada hoguera y enciendo con un papel el fuego. La llama se inicia grande y fuerte pero después desaparece como por arte de magia sin dar tiempo a que las estacas prendan. Qué desastre... lo intento varias veces sin éxito. La última vez la llama dura un poco más y aprovecho para calentar un poco el agua, sin llegar, por desgracia, a la temperatura de ebullición. Con esta agua me hago un puré de papas que aliño con algunas salsas y especias que siempre llevo. Bueno, al menos puedo hacer hoy una comida decente, aunque casi haya agotado la gasolina que me quedaba... 


Miércoles 9 de Noviembre


Al día siguiente me demoro en abandonar mi paraíso particular. No puedo dejar atrás tan pronto esta poética región habitada por vicuñas, flamencos y otras aves que rompen ocasionalmente el sepulcral silencio matutino, quebrado por el azote del viento a mediodía. 



A a las diez de la mañana me armo de valor y parto con el corazón en un puño por dejar atrás este remanso de paz. A pesar de sentir la soledad ayer como un martillo golpeándome el alma, me entristece desapegarme de un valor natural de este calibre. A medida que subo por la cuesta de la Estación Ascotán, por la Ruta 21-CH, el viento en contra se hace más presente, hasta que llega un momento que me tira de la bicicleta y debo caminar arrastrando a mi Susan Sarandon por el desierto. La pendiente es extremadamente vertical en algunos momentos y la subida se convierte en un martirio.



 En unas horas subo desde los 3700 a los casi 4.000 metros con mucha dificultad para respirar. Tengo que vestir mi chaqueta Trimm Brendon Waterproof transpirable para soportar las rachas de viento helado contra mi afectada garganta. Me pongo la capucha para que me proteja las orejas del pálpito del viento. Me cuesta horrores llegar arriba. Me noto más débil que de costumbre, quizá debido a una alimentación deficiente. 



Paso el resto del día intentando transitar por carreteras de tierra, otras en eternas obras, con un viento huracanado que quiere derrotarme pero que no puede. Algunos camiones pasan a mi lado dejando una horrible columna de polvo que se me mete en los pulmones y no me deja respirar. En todo el día sólo hago 45 km. El sol comienza su ritual de despedida y no encuentro un sólo lugar para acampar. Sigo pedaleando como puedo a pesar del viento pero llega un momento que me doy por vencida. 




O acampo ya en cualquier sitio o la oscuridad empeorará las cosas. Tengo que montar el campamento junto a la carretera y no me hace ninguna gracia. Estoy a la vista de todos los vehículos que pasan, incluídos los narcotraficantes que pasan cocaína desde Bolivia en camiones con las luces apagadas a gran velocidad por la noche. Aunque el tráfico disminuye drásticamente al anochecer, no duermo muy bien pensando en el riesgo que corro. A mano tengo el cuchillo de supervivencia y el spray de pimienta por si las moscas... Gracias a Dios, pocas veces me han hecho falta, y cuando los he necesitado, no los he tenido a mano. Por delante me restan aún 93 km hasta Calama, la ciudad más fronteriza de esta región de Chile.  

1 comentario:

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